Podcast #32: Edgar Wright y EL MISTERIO DE SOHO

Presentamos una serie de podcasts con motivo de la época de Halloween y Día de Muertos. El cuarto y último está dedicado a El misterio de Soho (Last Night in Soho, 2021), la nueva película del gran Edgar Wright y una de las producciones de género más virtuosas de los últimos años.

El podcast #32 de Cinema Inferno cuenta con la participación de:

Erick Vázquez – Titular de La Balada del Hombre de Ningún Lugar, podcast semanal sobre cine, series, videojuegos y música.

Eric Ortiz García – Periodista (Cinema Inferno, Screen Anarchy) y profesor de cine (FES Aragón UNAM). Colaborador de Radio Mórbido.

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BABY: EL APRENDIZ DEL CRIMEN: Acelerando con estilo

Por Eric Ortiz García (@EricOrtizG)

El amor de Edgar Wright por el cine de acción ha sido evidente desde sus inicios, y en su segundo largometraje, Hot Fuzz: Súper policías (Hot Fuzz, 2007), homenajeó/parodió abiertamente a cintas del género como Punto de quiebra (Point Break, 1991) y Bad Boys II (2003). Tampoco es un secreto que Wright tiene una gran pasión por la música; secuencias con coreografías basadas en alguna canción, o el uso de temas populares cuyas letras van acorde con lo que sucede, se hicieron presentes desde su ópera prima El desesperar de los muertos (Shaun of the Dead, 2004).

Baby: El aprendiz del crimen (Baby Driver, 2017) marca el regreso de Wright luego del debacle de Ant-Man (2015) y es una continuación de lo que ha venido haciendo: cine de género con sello personal, donde el estilo es parte de la substancia –siendo Scott Pilgrim vs. los ex de la chica de sus sueños (Scott Pilgrim vs. the World, 2010) el ejemplo perfecto de un cúmulo de diversos estilos y recursos narrativos.

Como ejercicio altamente estilizado, Baby: el aprendiz del crimen prácticamente nunca se deslinda de su soundtrack; aunque en esta ocasión Wright es más sutil a la hora de usar su característicos close-ups y cortes rápidos en los montajes, esto para dejar fluir las secuencias de acción más complejas que ha filmado hasta ahora, y también una dramática historia de amor juvenil que, a diferencia de Scott Pilgrim vs. los ex de la chica de sus sueños, se desarrolla en un mundo áspero.

Al ser un estudiante del cine de acción enfocado en persecuciones de autos, Wright toma como una de sus principales referencias a The Driver (1978), de Walter Hill, enfocándose también en un conductor (Baby, interpretado por Ansel Elgort) que trabaja para que los criminales puedan huir tras perpetrar un acto delictivo. Antes de introducir su trasfondo único, que terminará por llevar a Baby en otra dirección, se transmite la adrenalina del crimen y sobre todo de la velocidad. El bestial ritmo se junta con un trabajo de los dobles de riesgo impresionante y digno de la vieja escuela, siempre en pro del desarrollo de Baby como personaje.

La precisión no sólo está en las escenas de acción sino en cada uno de los personajes y los temas musicales que (casi) nunca dejan de sonar. Baby –con sus múltiples gafas oscuras y iPods clásicos– es la definición de lo cool, producto de un director/escritor enfocado en crear su propio universo, donde también caben constantes charlas sobre música, divertidos diálogos y gags plagados de referencias (desde Halloween de John Carpenter; Buenos muchachos de Martin Scorsese; hasta Monsters, Inc.), y las canciones que no temen remarcar la situación.

El ecléctico soundtrack no sólo se adapta excelsamente al ritmo de lo que estamos viendo en pantalla (ya sea una persecución, una balacera o simplemente a Baby comprando unos cafés), sino que también juega un rol vital en las vidas de los protagonistas y es perfecto para momentos específicos de júbilo o drama. La elección de temas como “Debra” de Beck y “Debora” de T. Rex dio paso a que la enamorada del protagonista se llame precisamente Debora (Lily James) y, de hecho, las conversaciones entre ambos versan sobre esto; ni que decir del uso de canciones que mencionan la palabra “baby”: “Nowhere to run to, baby, nowhere to hide”, por ejemplo, se escucha cuando es notorio que, a pesar de desearlo, el personaje de Elgort no puede escapar, ni esconderse, de su vida criminal.

Si bien se podría pensar que todo es parte de un mero ejercicio artificial, Baby: el aprendiz del crimen es uno de los filmes más cálidos de Wright. Temas como la amistad y el romance siempre estuvieron presentes en sus trabajos previos, y ahora nos entrega una cinta que también se preocupa por enfatizar en la bondad de Baby, quien en un punto sólo desea proteger a sus seres queridos: Debora y su padre adoptivo sordomudo (CJ Jones).

Es así como Wright se desvía del tipo de protagonista de The Driver –el cual a su vez bebió del silencioso matón de Le samouraï (1967) de Jean-Pierre Melville–, explorando el lado personal de Baby y conectando su condición a una infancia quebrada por la muerte de sus padres en un accidente automovilístico. Baby quedó con un zumbido constante en los oídos, por eso tiene que recurrir a la música en todo momento, al tiempo que su orfandad lo hizo quedar a la merced de un peligroso jefe criminal (Kevin Spacey redimiéndose en el cine) que se ha apropiado de su talento nato para manejar.

Baby es un personaje frágil en un mundo violento y codicioso –ahí entra Jamie Foxx como un gangsta demente, y Jon Hamm y Eiza González como una pareja de delincuentes enamorados–, aunque es justo su calidad humana (comprobada incluso durante los actos criminales), y su deseo por dejar el crimen y vivir un romántico road trip hacia lo desconocido junto a su querida Debora, lo que terminará por convertirlo en un héroe letal cada que la película pisa el acelerador con balazos, brutal actividad vehicular, choques incluidos, y hasta una larga persecución a pie que demuestra la versatilidad de Wright a la hora de diseñar sus momentos de acción. Así, Baby: el aprendiz del crimen tiene más alma y también mejor acción que innumerables películas del género.

Texto publicado originalmente en Butaca Ancha (en agosto de 2017).

Bonus: Entrevistas en video con el director Edgar Wright y con los actores Ansel Elgort y Eiza González

SLAUGHTERHOUSE RULEZ: Una divertida mezcla de géneros

Por Eric Ortiz García (@EricOrtizG)

No es coincidencia que en Slaughterhouse Rulez (2018), la segunda película del también músico Crispian Mills, aparezca una imagen de Malcolm McDowell caracterizado como Mick Travis (protagonista de If….). Ese filme de 1969 dirigido por Lindsay Anderson es, obviamente, una de las principales influencias de la cinta en cuestión, sus escenarios son esencialmente idénticos: un internado británico donde resalta la disciplina estricta (casi como si fuese una escuela militar), el bullying y, por supuesto, la división entre los estudiantes con base en un orden jerárquico.

El personaje central de la cinta de Mills, Don (Finn Cole), es un nuevo estudiante que, desde un principio, se siente fuera de lugar en la escuela de peculiar nombre (slaughterhouse significa “matadero”). Considerado un mero “plebeyo”, Don, por ejemplo, tiene que ver de lejos a su interés amoroso Clemsie (Hermione Corfield) dado que ella se encuentra en la cima de la jerarquía con los denominados “dioses”. Es así que Don tiene que conformarse con ser parte de Sparta, la fraternidad de los weirdos donde también se encuentra su roomie Willoughby (Asa Butterfield), un estudiante con mayor antigüedad y quien parece admirar al personaje de Malcolm McDowell en If…..

Desde su ópera prima, Un miedo increíble a todo lo que existe (A Fantastic Fear of Everything, 2012), Crispian Mills evidenció su interés por mezclar diversos elementos y géneros. Aquella película de 2012, estelarizada por Simon Pegg, era parte thriller con influencia de las historias de asesinos seriales de la época victoriana, como Jack “El Destripador”, parte comedia absurda (con gangsta rap de soundtrack), y también una exploración de la psicología del paranoico protagonista y una catarsis ante un hecho traumático que lo marcó en su infancia. Ahora, Slaughterhouse Rulez sigue esos pasos, mezclando, para empezar, ese realismo social de If…. con una constante dosis de humor y una atmósfera más cercana al cine de terror; desde que Don llega a la escuela Slaughterhouse es evidente que hay algo misterioso, oculto, que tiene que ver con el ímpetu de una de las figuras de autoridad (interpretado por el propio Pegg) por desaparecer cualquier rastro del anterior roomie de Willoughby. Pero Mills no se detiene aquí y continúa añadiendo ingredientes a su cóctel cinematográfico.

En Slaughterhouse Rulez cabe de todo. ¿Romance? Por supuesto, además de seguir la evolución de la (improbable) relación entre Don y Clemsie, ahí están algunas escenas dedicadas al  personaje de Pegg, quien no puede superar la partida de su novia (Margot Robbie en un cameo). ¿Más ecos de If….? Sin duda, porque también cabe el clásico joven estudiante de rango superior (Tom Rhys Harries como Clegg) que controla la disciplina y reporta a sus mayores, entre ellos el encargado de la escuela (Michael Sheen). La revelación de una relación homosexual dentro del internado también podría ligarse al clásico de Anderson, aunque de igual forma se conecta con el tema de superar el difícil pasado que ya estaba en Un miedo increíble a todo lo que existe (en esta ocasión con Willoughby como el personaje con la mayor lucha mental y algo del espíritu rebelde de Mick Travis). Sin embargo, el conflicto central de Slaughterhouse Rulez proviene de otra subtrama, una que involucra el tema del fracking (fracturación hidráulica), con una compañía y la propia escuela representando al (irresponsable) establishment, y con Nick Frost interpretando a un estrafalario amante de las drogas que también funge como líder de la resistencia que pretende contrarrestar la extracción de gas del terreno donde se encuentra Slaughterhouse.

Una vez que se cumple lo previsible y el fracking hace de las suyas, Slaughterhouse Rulez se convierte en otra película, apegada al cine de horror y fantástico, más concreta y sin mayores pretensiones; piensen en el giro argumental de Una noche en el fin del mundo (The World’s End, 2013), de Edgar Wright, sólo que sin ciencia ficción o invasiones alienígenas, pero sí con nuestros jóvenes protagonistas luchando por sus vidas ante la aparición de mitológicas criaturas subterráneas. Con tantos elementos, incluido un raquítico reencuentro entre Simon Pegg y Nick Frost (literalmente reducido a una escena), Slaughterhouse Rulez es inevitablemente irregular, pero también irresistiblemente divertida como una variación de If…. con tintes por igual de comedia, romance, drama y terror, que de pronto ya es más bien una violenta y explícita creature feature de antaño.

Fantastic Fest 2018: LIFE AFTER FLASH, una celebración del legado de FLASH GORDON

Por Eric Ortiz García (@EricOrtizG)

La colorida, divertida y delirante aventura espacial Flash Gordon (1980) –sobre un jugador de futbol americano (Sam Jones) que por casualidad termina en el espacio exterior tratando de evitar la destrucción de la Tierra a manos del maligno emperador Ming (Max von Sydow)– no fue en su momento un tremendo éxito de taquilla al nivel de, por ejemplo, La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977), pero gradualmente se convirtió en una auténtica cinta de culto. La admiración que cineastas como Guillermo del Toro y Edgar Wright tienen por ella, el alcance que tuvo su soundtrack a cargo de la legendaria agrupación británica Queen y, por supuesto, ese hilarante homenaje que Seth MacFarlane le brindó en su díptico sobre el oso Ted (con apariciones del mismísimo Sam Jones), demuestran perfectamente su influencia. 

En ese mismo tenor de celebrar el legado de Flash Gordon, se presentó en Fantastic Fest el documental Life After Flash (2017), el cual tiene varias vertientes: por un lado es una indagación en el detrás de cámaras de la filmación de Flash Gordon, así como un vistazo a su impacto, y por el otro cumple la promesa del título y nos deja ver qué sucedió con la vida del histrión Sam Jones después de haber interpretado al mariscal de campo all-American de los Jets de Nueva York.

La directora Lisa Downs recurre a la tradicional dosis de “caras parlantes” en el cine documental para entretener con los relatos sobre la filmación de Flash Gordon, compartidos, entre otros, por actores –como el siempre hilarante Brian Blessed (quien interpretó al principe Vultan en el filme)–, la viuda del productor, Martha De Laurentiis, e incluso el compositor principal del memorable soundtrack, Brian May. A su vez, Downs aprovecha el seguimiento que le hizo a Jones en convenciones donde suele convivir con sus fans para obtener otras entrevistas –un tanto improvisadas– con personalidades como Robert Rodriguez, Stan Lee, Sean Gunn, Michael Rooker y Jason Mewes, quienes ofrecen su punto de vista sobre la esencia y relevancia de Flash Gordon.

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Se nota que el documental fue realizado con tiempo y recursos limitados, y aunque las anécdotas sobre el making-of de Flash Gordon (i.e. que Nicolas Roeg era el director original o que Jones tuvo fricciones con el productor Dino De Laurentiis) resultan en material bastante ameno, se extraña una forma más cuidada y, ¿por qué no?, testimonios de fans declarados de la película como los anteriormente mencionados del Toro, Wright y MacFarlane.

Pero ahí es donde entra la otra capa de Life After Flash, la dedicada totalmente a Sam Jones. Por momentos resulta la clásica historia sobre el actor que no terminó de la mejor manera la producción, y que se dejó llevar por el mito de Hollywood para resultados no tan placenteros, aunque al final Jones encabeza un documental motivacional una vez que lo descubrimos como un hombre de familia trabajador –quizá la mayor sorpresa del filme tiene que ver con el otro empleo de Jones como guardaespaldas en la zona fronteriza de México– y agradecido por el legado de Flash Gordon, i.e. sus cameos en Ted (2012) y Ted 2 (2015) y la conexión que continúa gozando con la siempre creciente base de seguidores. Al final del día, y como dicen otros character actors a lo largo del documental, siempre es preferible estar ligado toda la vida a un papel memorable que quedar en el olvido.