El duelo es uno de los temas recurrentes del cine de terror. No es coincidencia que dos de los cineastas contemporáneos más aclamados del género lo hayan explorado en más de una ocasión. La australiana Jennifer Kent lo hizo en su ópera prima The Babadook(2014) y The Nightingale(2018), un brutal filme de venganza basado en la pérdida. Por su parte, el americano Ari Aster tocó el asunto en El legado del diablo (Hereditary, 2018) y Midsommar: El terror no espera la noche(Midsommar, 2019), filmes construidos alrededor de una tragedia familiar.
Anything for Jackson (2020), de Justin G. Dyck, es otra película sobre una desgracia y el dolor consecuente de una familia. Se conecta con The BabadookyEl legado del diablo mediante un accidente automovilístico funesto: la hija de los protagonistas iba conduciendo y la víctima fue su nieto, Jackson (Daxton William Lund). Eventualmente, incapaz de soportar la realidad, la hija discapacitada se quitó la vida. En el presente, los abuelos Audrey (Sheila McCarthy) y Henry (Julian Richings) están dispuestos a hacer cualquier cosa para revivir a Jackson, de ahí el título, incluso si está ligado a un rito satánico y un horrendo crimen.
Anything for Jackson presenta una peculiar dinámica al poner a esta pareja de ancianos en una de las tramas por excelencia del terror. Resulta ameno verlos lidiar con cuestiones que parecen salidas deEl despertar del diablo(The Evil Dead, 1981), en específico un libro antiguo sobre ocultismo, ritos, conjuros y demonios. Tampoco nos equivoquemos, los viejos podrán mantener su amabilidad pero desde el inicio está claro que han entrado en territorio criminal, el “ritual negro” que en teoría les devolverá a su nieto los lleva a secuestrar a una inocente embarazada (Konstantina Mantelos), una paciente de Henry. Existe un sentimiento de esperanza genuino tras el luto y la desesperación de los abuelos. También es evidente la crueldad hacia su víctima. Algunos flashbacks hacen énfasis en esto, mostrando la evolución de un embarazo inicialmente no deseado, a la total ilusión de una futura madre (y víctima).
Anything for Jackson está anclada en el terror sobrenatural. Hay ecos de El bebé de Rosemary(Rosemary’s Baby, 1968): una pareja de ancianos, conectados a un culto satánico (aunque aquí todo es estrictamente “por Jackson”), que ven en el embarazo de una mujer su medio perfecto para lograr su retorcido objetivo. No quieren que nazca el hijo del diablo, desean que el fantasma de su nieto Jackson se apodere del feto en el vientre para poder renacer. Anything for Jackson sigue la tradición de El exorcista(The Exorcist, 1973) y filmes subsecuentes cuyo peso recae en buena medida en la realización de un ritual, incluso tenemos al personaje arquetipo del experto en lo paranormal que es equivalente a un exorcista (Josh Cruddas interpreta a un cultista, y fan del metal, que tiene agenda propia).
La película sigue un desarrollo clásico: ¿cuantas veces hemos visto que los protagonistas terminan abriendo un portal terrorífico y sucumbiendo ante un poder mayor? Incluso, al desarrollarse prácticamente en una sola locación, el hogar de los abuelos, tiene similitudes con la típica historia de la “casa embrujada”.
El filme no deja de ofrecer una ejecución generalmente creepy, cuyos mejores y más desquiciados momentos exacerban y en ocasiones mezclan las inquietudes mundanas (una detective busca a la chica desaparecida y la coartada de los viejos no es perfecta, un tipo local insiste en remover la nieve de la casa) y sobrenaturales (varios fantasmas que atormentan y juegan con la mente de los personajes) tras haberse involucrado con un rito demoníaco. En Anything for Jackson las motivaciones humanas están claras, pero se termina apostando por un caos absoluto. Sin un final contundente, se siente algo truncado, resaltan esas imágenes piradas.
La biopic sobre Rudy Ray Moore (Eddie Murphy de vuelta a lo grande) no inicia con un lugar común de este tipo de películas. En los primeros minutos de Mi nombre es Dolemite (Dolemite Is My Name, 2019) (primera función secreta de Fantastic Fest 2019), Rudy, cantante y comediante, tiene que trabajar como dependiente en una tienda de discos porque el éxito artístico lo elude. Todo parece indicar que el tren del estrellato se le ha pasado. Sin embargo, Rudy comenzará a desarrollar a su personaje más icónico, Dolemite, basado en una conexión con la “gente real” de los barrios afroamericanos, vital para su eventual ascenso al estrellato.
Rudy empezará a revolucionar su show gracias a las palabras de un vagabundo –cuyo fuerte olor de orina molestaba a los clientes y empleados en la tienda de discos–, haciéndolo más vulgar, musicalmente más sabroso y, en general, más adecuado y atractivo para su gente. Otra cuestión importante a notar en el primer gran logro de Rudy en el ámbito cómico/musical, es su independencia, dado que nunca se detuvo cuando alguien (en especial esos hombres blancos de negocios) no creía en él. Su conexión con la gente y su accionar independiente serán el sostén de Rudy Ray Moore una vez que decide intentar lo imposible: no conformarse con su éxito musical y saltar a la pantalla grande.
Dirigida por Craig Brewer, escrita por Scott Alexander y Larry Karaszewski, responsables del guión de la igualmente maravillosaEd Wood (1994), de Tim Burton, Mi nombre es Dolemite se une a la tradición de películas sobre obreros cinematográficos apasionados y soñadores que remaron contracorriente. En este caso, su nula experiencia y poco conocimiento técnico (ya ni decir su inexistente relación con los peces gordos de la industria establecida), no evitó la realización de la cinta que Rudy gustosamente había imaginado: Dolemite (1975), sobre un carismático pimp/cuentacuentos/showman que sale de prisión y se reencuentra con su rival criminal Willie Green.
En una colorida y divertidísima mirada al making-of de Dolemite, al Rudy de Murphy lo vemos rodeado de otros personajes memorables, como: Lady Reed (de mujer maltratada a compañera indispensable de Dolemite, interpretada por Da’Vine Joy Randolph), Jerry Jones (Keegan-Michael Key como este guionista de teatro que de pronto se ve involucrado en un filme blaxploitation cuya locura contrasta por completo con su seriedad), D’Urville Martin (un inspirado Wesley Snipes le da vida a este egocéntrico director que ve por debajo del hombro a los demás porque trabajó, prácticamente como extra, con Roman Polanski y John Cassavetes en El bebé de Rosemary), el jovencito blanco Nick (Kodi Smith-McPhee como el DP que sí tiene formación fílmica), y los fieles amigos de Rudy interpretados por actores como Craig Robinson y Tituss Burgess.
Si bien Mi nombre es Dolemite se conecta con Ed Wood, e incluso con la reciente The Disaster Artist: Obra maestra (The Disaster Artist, 2017) –sobre todo por la nada convencional y poco profesional manera de filmar de los protagonistas y su eventual éxito sorpresivo–, también remite bastante a Baadasssss!(2003), filme sobre otra figura imprescindible del blaxploitation (Melvin Van Peebles) y su película clave: Sweet Sweetback’s Baadasssss Song (1971).
Tanto Melvin Van Peebles como Rudy Ray Moore dejan absolutamente todo por completar sus proyectos, desafiando al sistema, arriesgando su situación económica (en Mi nombre es Dolemite vemos a Rudy obtener financiamiento tras poner como garantía las regalías de su trabajo musical), actuando como verdaderos guerrilleros del cine. Además, contra todo pronóstico Sweet Sweetback’s Baadasssss Song y Dolemite fueron películas exitosas, salvadas por un público que se sintió identificado con lo proyectado en pantalla.
En una excelsa secuencia de Mi nombre es Dolemite, Rudy sale de una sala cinematográfica junto a sus amigos tras ver una película con la que no se sintieron representados, ni les ofreció entretenimiento puro: “humor, sexo y acción con kung fu”, como lo explica Rudy a través de Murphy (recordemos que en los setenta el cine de acción de Hong Kong fue muy influyente en el público afroamericano). Mi nombre es Dolemite es un satisfactorio y necesario recordatorio de que las películas son sólo relevantes si conectan con una audiencia. Una gran celebración del cine popular que se sobrepuso a las malas críticas, y de un artista, Rudy Ray Moore, que se enfrascó en brindarle a la gente nada más que un espectáculo por el que valía la pena pagar un boleto del cine.
50 años han pasado desde los asesinatos Tate-LaBianca perpetrados por la llamada familia Manson, los cuales han sido abordados y explotados hasta la saciedad por la cultura popular. Al tratarse de un aniversario significativo, de un año como 1969 que marcó un nuevo rumbo respecto a la contracultura y al “verano del amor” de 1967, era inevitable que surgieran más películas basadas en Charles Manson, sus súbditos y sus víctimas (entre ellas la actriz Sharon Tate).
Sin embargo, no todas las producciones pueden darse el lujo de alejarse de la Mansonploitation cinematográfica de la mano de Quentin Tarantino, un presupuesto millonario y un reparto plagado de estrellas como Brad Pitt, Leonardo DiCaprio y Margot Robbie (en el rol de Tate); hay otras cintas que, con descaro, simplemente toman la violenta historia verídica para que su propuesta, de otra forma totalmente genérica, gane mayor atención en el mercado. Aquí entra The Haunting of Sharon Tate(2019), de Daniel Farrands, la cual si inicialmente aporta algo al tema es que está narrada desde el punto de vista de Tate (interpretada por la otrora teen idol Hilary Duff) y sus amigos, días previos a la madrugada fatídica del sábado 9 de agosto de 1969.
TheMansonFamily (1997), de Jim Van Bebber, exhibe sin reparo la experimentación con drogas, las orgías y, en general, la locura que se vivía en el rancho de la familia Manson, así como la brutalidad de sus más notorios asesinatos; por su parte, HelterSkelter (1976), de Tom Gries, explora las consecuencias y las investigaciones oficiales hasta que Manson y algunos de sus seguidores son sentenciados a muerte. TheHauntingofSharonTate, entonces, muestra a Tate junto con sus conocidos –también eventuales víctimas–: Jay Sebring (Jonathan Bennett), Wojciech Frykowski (Pawel Szajda) y Abigail Folger (Lydia Hearst), interacciones que dan algo de visibilidad a la conflictiva relación entre Tate y Roman Polanski. De acuerdo al filme, Tate sospechaba que Polanski la engañaba, aunado a que no era bien visto por nadie de ellos que el cineasta había decidido permanecer en Londres, Inglaterra, para trabajar en un guión, aún cuando su esposa estaba a sólo semanas de dar a luz.
No obstante, desde la primera secuencia de The Haunting of Sharon Tatequeda claro que estamos ante la Mansonploitation en estado puro: ¿Sharon Tate teniendo sueños y premoniciones de su asesinato un año antes? Este supuesto hecho verídico, que ha sido rotundamente desmentido por la hermana de Tate, es el punto de partida y el asunto central de la película de Farrands, algo que –más que ahondar en una perspectiva diferente de la tragedia– nos lleva a diversos lugares comunes del terror. Si olvidamos por un momento que la trama versa sobre Tate, Manson y compañía, tenemos un escenario y una ejecución común y corriente: una mujer que acaba de regresar a su hogar siente que algo no está bien, al tiempo que comienzan a suceder cosas que sólo refuerzan este inquietante pensamiento: hay ruidos extraños, tipos desconocidos aparentemente merodean el lugar, sus amigos toman decisiones sin su permiso, incluso hay cuestiones que rayan en lo paranormal.
Todo esto es, efectivamente, una insípida sucesión de clichés, pero al recordar que la protagonista es Sharon Tate, se alcanza otro nivel de lo absurdo. Que las situaciones y los diálogos sean increíblemente torpes y burdos no ayuda en nada y, en consecuencia, The Haunting of Sharon Tateserá recordada no por su intento de indagar en el tema del destino y si todo está previamente escrito o no, ni por su desenlace carente de sentido, sino por una serie de momentos infames.
Veamos, en The Haunting of Sharon Tate hay una secuencia donde un juego que predice el futuro le dice a Tate que no vivirá felizmente por mucho tiempo, una subtrama que involucra a Steven Parent (otra de las víctimas de la familia Manson, interpretado por Ryan Cargill) convertido en “experto” en mensajes subliminales que alertan el “Helter Skelter” y se esconden en un casete que a veces se reproduce sólo (¿por qué diablos no?), e incluso un momento pesadillesco en el que Tate parece remitir a Rosemary (el personaje de Mia Farrow en la obra maestra El bebé de Rosemary) y le alerta por teléfono a su esposo que algo terrible sucederá, que sus conocidos están conspirando en contra de ella y que existe un hombre llamado Charlie y un culto que “vendrá para llevarse al bebé”. Anteriormente uno de sus amigos había tratado de calmar a la paranoica Tate diciéndole, así sin más, “esta no es una película de Roman [Polanski]”, en un pedazo de diálogo digno de enmarcar.
Quentin Tarantino afirmó, en una entrevista, que Bill Clark –asistente de dirección y parte de su crew de confianza desde los años noventa– le comentó después de leer el guión de Había una vez… en Hollywood (Once Upon a Time… in Hollywood, 2019): “Hay un poco de todas tus películas combinado”. Siguiendo con esa noción, aunado a que el influyente cineasta insiste que se trata de su penúltimo filme, Tarantino definió Había una vez… en Hollywood como “el clímax” de su carrera, justo antes de lo que será “el epílogo”.
Quizá lo más obvio a señalar es que Había una vez… en Hollywoodrepresenta el mayor homenaje al cine, la televisión y a sus artesanos dentro de toda la filmografía tarantiniana, que ya incluía a un policía que se preparaba para infiltrarse al mundo criminal como si fuese un actor antes de su audición más importante (Mr. Orange en Perros de reserva), a la esposa de un jefe gansteril que protagonizó un poco exitoso programa piloto de televisión (Mia Wallace en Tiempos violentos), a un stuntman convertido en asesino serial de mujeres (Stuntman Mike en A prueba de muerte), a una joven judía que encontraba refugio en un cine parisino (eventual sitio del asesinato del mismísimo Führer), a un soldado Nazi cinéfilo y actor debutante, e incluso a un crítico de cine enlistado en el ejército británico (Shosanna, Fredrick Zoller y Lt. Archie Hicox, respectivamente, en Bastardos sin gloria); esto sin mencionar, claro está, una infinidad de referencias cinéfilas: de Clarence celebrando su cumpleaños con una doble función del actor japonés Sonny Chiba en La fuga (True Romance, 1993), de Tony Scott (primer guión escrito por Tarantino), al Major Marquis Warren parafraseando un diálogo proveniente de El vengador anónimo II(Death Wish II, 1982) cerca del final deLos 8 más odiados (The Hateful Eight, 2015).
En esta ocasión, los protagonistas de Tarantino son trabajadores de la industria fílmica (y televisiva) hollywoodense, la cual estaba en plena transición para 1969, a punto de experimentar la consolidación del llamado Nuevo Hollywood: tras el éxito de cintas como Bonnie y Clyde (Bonnie and Clyde, 1967) y Busco mi destino (Easy Rider, 1969), jóvenes autores como Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Steven Spielberg, Brian De Palma, George Lucas y Peter Bogdanovich marcarían el rumbo del sistema de estudios en la década de los setenta.
Rick Dalton (Leonardo DiCaprio confirmando que da lo mejor de sí cuando es dirigido por Scorsese o Tarantino) es un actor que varios años antes brilló en la famosa serie western Bounty Law, pero en 1969 ha fracasado en su intento por convertirse en una estrella de cine y, consecuentemente, ha sido relegado a interpretar al villano invitado en series (que sí existieron) comoEl Avispón Verde, The F.B.I. o Lancer. Ahora, la “salvación” de su carrera parece estar en un tipo de cine que él mismo mira con desdén: las películas de género italianas.
Por su parte, Cliff Booth (Brad Pitt dando su mejor actuación desde Bastardos sin gloria) es el doble de acción de Rick, pero ya sólo en teoría porque la carrera en declive del histrión también significa menos trabajo para este stuntman de por sí temperamental y con pésima reputación en la industria; entonces, este obrero dispuesto a arriesgar su vida por el cine y la televisión ha pasado más bien a fungir –gustosamente eso sí– como chofer y ayudante en general de su estimado amigo Rick. En contraste, los vecinos de Rick en Cielo Drive viven un momento de ensueño: Sharon Tate (Margot Robbie, sutilmente emotiva) ya es reconocida, como una de las chicas de Valley of the Dolls(1967), y acaba de protagonizar The Wrecking Crew(1968) a lado de Dean Martin, mientras que su esposo Roman Polanski (Rafal Zawierucha) es –en palabras de Rick Dalton– “probablemente el director más popular de Hollywood e incluso del mundo entero” tras el éxito masivo de El bebé de Rosemary(Rosemary’s Baby, 1968).
Había una vez… en Hollywood tiene una marcada estructura de tres actos, cada uno desarrollado en un día diferente de la vida de los protagonistas: el sábado 8 de febrero, el domingo 9 febrero y el viernes 8 de agosto de 1969. Básicamente los dos primeros capítulos enteros, así como la primera parte del último acto, están dedicados al desarrollo de los personajes. Dado que son dos actores y un stuntman de Hollywood, esto provoca que el filme sea, naturalmente, un festín tarantiniano dedicado a su gran pasión.
Si Tarantino nunca había dirigido una película dentro de una película (recordemos que fue Eli Roth quien realizó la cinta propagandística Nation’s Pride para Bastardos sin gloria), aquí el detallado trasfondo que le creó a Rick y a Cliff –está documentado que DiCaprio y Pitt tuvieron que leer hojas enteras con todos los detalles de las carreras (ficticias) de sus personajes– se refleja en pantalla con Quentin dando rienda suelta a sus deseos, contagiándonos su disfrute al recrear un show western como si fueran los años cincuenta (Bounty Law), al mostrar un momento épico de un filme de Dalton (The 14 Fists of McCluskey, donde lo vemos despachar a varios Nazis con un poderoso lanzallamas), y al ahondar en toda una mitología sobre la eventual estancia de Rick y Cliff en Italia, que ocurre de la mano del nuevo agente/productor del actor, Marvin Schwarzs (el legendario Al Pacino, de actuación reducida pero memorable y graciosa).
De igual forma, Tarantino logra algo muy curioso al insertar a Rick Dalton en secuencias de cintas ya existentes:Moving Target (Bersaglio mobile, 1967) de Sergio Corbucci (para ejemplificar su paso por Italia) o la obra maestra El gran escape (The Great Escape, 1963) de John Sturges (para remarcar que Dalton nunca pudo llegar al nivel de estrellato fílmico de Steve McQueen). En el caso de Cliff, caben hilarantes flashbacks que nos llevan a anécdotas que involucran a Bruce Lee (Mike Moh de caracterización perfecta) en el set de El Avispón Verde; mientras que por medio de Tate y Polanski, Tarantino recuerda el rock ‘n’ roll puro de Deep Purple y luego se adentra a la Mansión Playboy para esa mirada al momento cumbre de una figura en Hollywood, pero también nos entrega una singular y cálida secuencia en la que Tate acude a un cine a ver The Wrecking Crewy sonríe constantemente al atestiguar cómo su trabajo conecta con la audiencia.
Con esto último nos podemos ligar a un aspecto esencial deHabía una vez… en Hollywood: durante ¾ del metraje es una hangout movie donde, más que seguir una trama definida desde el principio, simplemente se convive con los personajes. Aún más atípico dentro del trabajo de QT y que la diferencia de otras de sus hangout movies como Tiempos violentos (Pulp Fiction, 1994), Jackie Brown: La estafa(Jackie Brown, 1997) y A prueba de muerte (Death Proof, 2007): las secuencias de convivencia con los personajes que carecen de diálogos, un recurso que sin duda ha sido sello de la casa desde la primera escena de Perros de reserva (Reservoir Dogs, 1992). El ya mencionado momento con Sharon Tate disfrutando de The Wrecking Crew (dato curioso: Tate entra al cine cuando está pasando el tráiler de C.C. & Company, mismo que fue proyectado en celuloide en el pre-show del New Beverly Cinema), o bien un magistral seguimiento a Cliff Booth mientras maneja velozmente su Karmann Ghia desde una zona exclusiva (donde está ubicada la casa de Rick), pasando por varias partes de una ciudad de Los Ángeles reconstruida minuciosamente para transportarnos a otra época (atención no sólo con la predeciblemente notoria selección musical sino también con los sonidos de la radio), hasta un freeway y luego un remoto autocinema ya evidentemente a las afueras de Hollywood, donde Cliff vive en una casa rodante con su pitbull Brandy (Sayuri, perrita que fue premiada merecidamente con el Palm Dog Award en Cannes).
Por si fuera poco, Tarantino cierra esta secuencia única con una maravillosa interacción entre Cliff y la pitbull, filmada con total precisión, con sus característicos close-ups, llena de detalles (QT ha creado ahora su propia marca de comida para perros, por ejemplo), color y esa humanidad del personaje aún cuando se trata de un stuntman bastante pirado que sabe repartir madrazos y que quizá cometió un terrible crimen en el pasado.
En ese tenor, el del aspecto humano, ni qué decir de Rick Dalton, uno de esos grandes personajes con el que es fácil conectar. Su interacción con Pacino, por ejemplo, es tanto un puñado de referencias al cine y al amor que el propio Tarantino tiene por ver copias en celuloide en su sala privada, como la confirmación de que (triste e inevitablemente) su tiempo de gloria se está quedando poco a poco en el pasado. Como buddy movie, porque ciertamente hay mucho de esto, Rick (el otrora estrella de la TV que tartamudea constantemente cuando no actúa) y Cliff (rudo, problemático pero también despreocupado) son un dúo memorable, divertidísimo y en cuya amistad recae buena parte del núcleo emocional del filme.
Pero, a todo esto, ¿qué tienen que ver con Tate, Charles Manson (Damon Herriman, quien aparece en sólo una escena) y los numerosos súbditos de este último (interpretados por actores como Austin Butler, Lena Dunham y Harley Quinn Smith)? El encuentro circunstancial entre Cliff y una chica hippie de la familia Manson (Margaret Qualley como la precoz Pussycat) da paso a una interacción que incluso nos lleva hasta el Spahn Movie Ranch (Bruce Dern, delirante como el anciano George Spahn), donde el personaje de Pitt se da cuenta que poco queda de cuando filmaba ahí Bounty Law porque el tiempo pasa rápido y las nuevas generaciones se han adueñado del lugar. Pero más que otra cosa, este y otros detalles que en su momento parecen que sólo dan color a un personaje o a una escena, están perfectamente pensados para que tengan efecto en el clímax.
Aquí vale la pena detenerse un poco para tener en cuenta el momento de la carrera de Tarantino en el que ha llegado su noveno largometraje. Había una vez… en Hollywood, efectivamente, aborda “el fin de una era” en varios sentidos dentro de su metraje, pero también significó la primera película de QT desde que los escándalos del depredador sexual Harvey Weinstein provocaron el fin de otra era. Señalado por no haber hecho algo más al respecto, por el accidente que Uma Thurman tuvo durante la filmación de Kill Bill(2003-2004), aunado a que anteriormente Los 8 más odiados (su gran apuesta en 70mm en plena era del cine que tanto desprecia: el digital) tuvo una fría recepción en taquilla y con los votantes de la Academia, no es nada descabellado pensar que este fue uno de los periodos más complicados en la carrera de Tarantino.
Entonces, ¿será que la voz de Rick Dalton –casi llorando en presencia de una precoz actriz de método (la genial Julia Butters de sólo 10 años de edad) que también es parte de la serie western Lancer– expresando lo difícil que es sentirse día tras día menos relevante provenga directamente del sentir de QT? No lo sabemos con exactitud, lo que sí es un hecho es que Rick da eventualmente una intensa actuación que deja satisfecho al director de Lancer(Nicholas Hammond como Sam Wanamaker) y que es catalogada como “la mejor actuación que he visto en mi vida” por la niña actriz, no sin antes desplomarse, batallar por recordar sus diálogos, hacerle frente a su alcoholismo y amenazarse a sí mismo (todas estas secuencias aunque no lo parezcan, son un deleite total y divertido en las manos de Tarantino y DiCaprio). “You’re Rick fucking Dalton, don’t you forget it” le había dicho Cliff a su mejor amigo Rick para animarlo en un momento complicado; por su parte, Tarantino parece recordarse a sí mismo “you’re Quentin fucking Tarantino” antes de deleitarnos con un clímax tan brutal como sorpresivo e hilarante que de igual forma funciona como una suerte de declaración de principios.
Sin llegar a los spoilers masivos de este desenlace, QT evoca el revisionismo histórico de Bastardos sin gloria(Inglourious Basterds, 2009) y, al mismo tiempo, hace alusión a la controversia que lo ha perseguido desde 1992, particularmente desde que en Perros de reserva el psicópata Mr. Blonde bailaba al ritmo de Stealers Wheel antes de torturar, cortarle la oreja e intentar quemar vivo a un policía. Como mencioné, detalles de los actos previos, de las escenas de convivencia con los personajes, de una de las películas dentro de la película, se conjugan de manera perfecta para un despliegue de la esencia más escandalosa del cine de Tarantino: violencia explícita que no provoca otra cosa más que goce y satisfacción absoluta (ver Había una vez… en Hollywood con el público correcto, en una sala abarrotada, es una experiencia que revive la “magia” de la pantalla grande).
En la época de los cuestionamientos de los supuestos progresistas, me parece que no es coincidencia que en un par de ocasiones ciertos personajes hippies denigran el trabajo de los actores, porque –parafraseándolos– mientras ellos pretenden matar para entretener, gente real está muriendo en Vietnam, o porque mientras ellos disfrutan de su dinero y viven en casas de lujo en Hollywood, su influencia violenta y negativa ha quedado impregnada en la sociedad. Pero en Había una vez… en Hollywood, a pesar de cualquier tipo de controversia o acusación, QT se es fiel a sí mismo, a la esencia de su cine; para él los actores no son sino héroes que pueden cambiarlo todo, incluso una historia fatídica, al menos mientras la sala se mantiene oscura y los cuentos de hadas son proyectados. Había una vez… en Hollywood es fácilmente el mejor filme de Tarantino en una década, para disfrutarse una y otra vez como otras de sus obras mayores.