Fantasia 2020: HAIL TO THE DEADITES, para fans de EL DESPERTAR DEL DIABLO y Bruce Campbell

Por Eric Ortiz García (@EricOrtizG)

El término “cine de culto” se ha malbaratado en el últimos años, haciendo difícil identificar las películas que genuinamente entran en dicha categoría. Esas producciones que se salieron de la norma dictada por el mainstream, que al verlas provocan un sentimiento tan especial que apreciarlas es como unirte a un club secreto. 

Otra característica importante de los exponentes del cine de culto es que cuando se estrenaron originalmente no tuvieron un gran éxito comercial o con la crítica. Se convirtieron en los fenómenos de culto que son en la actualidad gracias a esos contados pero sumamente dedicados fans, que de boca en boca contagiaron su fascinación por algo que consideraban notable y único. El mercado en video, por ejemplo,  impulsó a El despertar del diablo (The Evil Dead, 1981) y sus secuelas El despertar del diablo 2 (Evil Dead II, 1987) y El guerrero de las sombras (Army of Darkness, 1992), todas dirigidas por Sam Raimi y protagonizadas por Bruce Campbell, y hoy son parte integral de la cultura popular.

Una vez que alguna obra de arte es publicada deja de pertenecer a su creador. El cine de culto provoca una pasión en los fans tan grande que muchos de ellos construyen su identidad alrededor de su conexión emocional con las películas. Los fans pasan de disfrutar las imágenes en movimiento a formar comunidades y lazos esenciales para su vida. 

El documental canadiense Hail to the Deadites (2020) es un acercamiento a la comunidad de seguidores acérrimos de El despertar del diablo, quiénes son conocidos como “deadites”. Es reminiscente de otro exponente canadiense del género documental, Why Horror? (2014), porque aquí también hay un fan que decide hacer un viaje de investigación. En este caso se trata del propio director, Steve Villeneuve, quien en 2013 se dispuso a conocer a fans mucho más hardcore que él, empezando por una mujer joven que ganó un concurso para encontrar al mejor seguidor de El despertador del diablo, en la época de su remake: Posesión infernal (Evil Dead, 2013). Junto a uno de sus amigos, otro “deadite” canadiense, Villeneuve emprendió una travesía con la misión de acercarse tanto a los creadores de la franquicia como a otros devotos.

Hail to the Deadites anuncia al principio que todo lo que veremos durante su metraje fue realizado por fans. Es un documental evidentemente de muy bajo presupuesto, un esfuerzo independiente que decepcionará a quienes esperan el documental “definitivo” de la franquicia o algo “oficial”. Vamos, no tiene ninguna escena de las originales. Seguro fue un asunto de derechos, sin embargo, Villeneuve lo compensa con un concepto DIY e “ilustra” su documental con material de archivo derivado de los filmes de Raimi: un video que resume la trama producido por Luchagore (Evil Dead in 60 Seconds, co-dirigido y co-protagonizado por Gigi Saul Guerrero), fragmentos del claymation gore de Lee Hardcastle y grabaciones de la obra de teatro musical, entre otros homenajes similares. 

Hail to the Deadites tiene pasajes que remiten a un documental más tradicional, con “caras parlantes” (entrevistados como los ex editores de Fangoria, Michael Gingold y Chris Alexander) que diseccionan las películas y el subsecuente fenómeno de culto. Cuando se traen a la mesa temas en este tenor –¿por qué la original fue un parteaguas del cine de terror independiente? ¿Qué hizo destacar a sus efectos especiales? ¿Por qué el protagonista Ash conecta con tantas personas? ¿Cómo fue la evolución del terror a la aventura fantástica y cómica de El guerrero de las sombras?–, sin duda se asoma un valioso análisis fílmico. No obstante, este no es el objetivo central del documental.

Villeneuve está más interesado en el fanatismo, en conocer las historias que tienen para contar un grupo variado de “deadites”, desde los que vieron primero El despertar del diablo 2 o El guerrero de las sombras, los que hacen cosplay de Ash, los coleccionistas incurables (de Laser Discs especiales, juguetes y props originales), los que viajan para conocer a los actores y al crew, hasta aquellos con historias emocionales ligadas a El despertar del diablo y sus secuelas. 

Es un esfuerzo realizado con pocos recursos, por ende mucho del pietaje proviene de visitas a las casas de los fieles y convenciones, donde Villeneuve aprovechó para entrevistar a personalidades involucradas con la franquicia como Bill Moseley, Ted Raimi, Tom Sullivan y varios de los actores (un recurso que igualmente usó Lisa Downs en el documental Life After Flash). La realidad es que esta colección de retratos “deadites” es desigual en el interés que provoca, se vuelve un tanto repetitiva porque los miembros de ambas facciones (los creadores y los fans) manifiestan sentimientos similares: los artistas y su sorpresa ante el éxito de El despertar del diablo que no dejan de valorar, mientras que los “deadites” no paran de expresar su amor por estas películas y lo feliz que los hace sentirse más cercanos a ellas.

El núcleo de Hail to the Deadites está en esos momentos que rompen la división natural entre ambas facciones antes mencionadas. La entrevista más destacada es con el mismísimo Bruce Campbell (de Sam Raimi ni un rastro). El actor es un tipo carismático y honesto (“los fans suelen tener problemas para socializar, ¡no pueden ni verme a los ojos!”), dueño de un humor sarcástico y de una amabilidad irrefutable (como lo demuestran sus acciones en pantalla). Campbell entiende a la perfección a los fans (él mismo se revela como fiel admirador de William Shatner y Steve McQueen), sabe de primera mano que su arte ha cambiado vidas y significa todo para muchas personas. 

Hail to the Deadites lo intenta, trata de establecer hilos conductores (como un fan que hace cosplay de Ash, pero no tiene dinero para viajar a conocer a su ídolo) y testimonios conmovedores (un hombre cuyo bebé, de nombre Ash, dah, no pudo vencer una terrible enfermedad). Luego escuchamos anécdotas de ellos que revelan a Campbell como un tipazo. 

El proyecto se queda corto en su intento por representar esa emoción en pantalla, como sí lo han logrado otros documentales que comparten su ADN, ya sea Buscando a Sugar Man (Searching for Sugar Man, 2012) o, más reciente, Desenterrado Sad Hill (2017). 

Este es un trabajo de “deadites” exclusivamente para otros “deadites”.

HABÍA UNA VEZ… EN HOLLYWOOD: El mejor filme de Quentin Tarantino en una década

Por Eric Ortiz García (@EricOrtizG)

Quentin Tarantino afirmó, en una entrevista, que Bill Clark –asistente de dirección y parte de su crew de confianza desde los años noventa– le comentó después de leer el guión de Había una vez… en Hollywood (Once Upon a Time… in Hollywood, 2019): “Hay un poco de todas tus películas combinado”. Siguiendo con esa noción, aunado a que el influyente cineasta insiste que se trata de su penúltimo filme, Tarantino definió Había una vez… en Hollywood como “el clímax” de su carrera, justo antes de lo que será “el epílogo”.

Quizá lo más obvio a señalar es que Había una vez… en Hollywood representa el mayor homenaje al cine, la televisión y a sus artesanos dentro de toda la filmografía tarantiniana, que ya incluía a un policía que se preparaba para infiltrarse al mundo criminal como si fuese un actor antes de su audición más importante (Mr. Orange en Perros de reserva), a la esposa de un jefe gansteril que protagonizó un poco exitoso programa piloto de televisión (Mia Wallace en Tiempos violentos), a un stuntman convertido en asesino serial de mujeres (Stuntman Mike en A prueba de muerte), a una joven judía que encontraba refugio en un cine parisino (eventual sitio del asesinato del mismísimo Führer), a un soldado Nazi cinéfilo y actor debutante, e incluso a un crítico de cine enlistado en el ejército británico (Shosanna, Fredrick Zoller y Lt. Archie Hicox, respectivamente, en Bastardos sin gloria); esto sin mencionar, claro está, una infinidad de referencias cinéfilas: de Clarence celebrando su cumpleaños con una doble función del actor japonés Sonny Chiba en La fuga (True Romance, 1993), de Tony Scott (primer guión escrito por Tarantino), al Major Marquis Warren parafraseando un diálogo proveniente de El vengador anónimo II (Death Wish II, 1982) cerca del final de Los 8 más odiados (The Hateful Eight, 2015).

En esta ocasión, los protagonistas de Tarantino son trabajadores de la industria fílmica (y televisiva) hollywoodense, la cual estaba en plena transición para 1969, a punto de experimentar la consolidación del llamado Nuevo Hollywood: tras el éxito de cintas como Bonnie y Clyde (Bonnie and Clyde, 1967) y Busco mi destino (Easy Rider, 1969), jóvenes autores como Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Steven Spielberg, Brian De Palma, George Lucas y Peter Bogdanovich marcarían el rumbo del sistema de estudios en la década de los setenta.

Rick Dalton (Leonardo DiCaprio confirmando que da lo mejor de sí cuando es dirigido por Scorsese o Tarantino) es un actor que varios años antes brilló en la famosa serie western Bounty Law, pero en 1969 ha fracasado en su intento por convertirse en una estrella de cine y, consecuentemente, ha sido relegado a interpretar al villano invitado en series (que sí existieron) como El Avispón Verde, The F.B.I. o Lancer. Ahora, la “salvación” de su carrera parece estar en un tipo de cine que él mismo mira con desdén: las películas de género italianas.

Por su parte, Cliff Booth (Brad Pitt dando su mejor actuación desde Bastardos sin gloria) es el doble de acción de Rick, pero ya sólo en teoría porque la carrera en declive del histrión también significa menos trabajo para este stuntman de por sí temperamental y con pésima reputación en la industria; entonces, este obrero dispuesto a arriesgar su vida por el cine y la televisión ha pasado más bien a fungir –gustosamente eso sí– como chofer y ayudante en general de su estimado amigo Rick. En contraste, los vecinos de Rick en Cielo Drive viven un momento de ensueño: Sharon Tate (Margot Robbie, sutilmente emotiva) ya es reconocida, como una de las chicas de Valley of the Dolls (1967), y acaba de protagonizar The Wrecking Crew (1968) a lado de Dean Martin, mientras que su esposo Roman Polanski (Rafal Zawierucha) es –en palabras de Rick Dalton– “probablemente el director más popular de Hollywood e incluso del mundo entero” tras el éxito masivo de El bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968).

Había una vez… en Hollywood tiene una marcada estructura de tres actos, cada uno desarrollado en un día diferente de la vida de los protagonistas: el sábado 8 de febrero, el domingo 9 febrero y el viernes 8 de agosto de 1969. Básicamente los dos primeros capítulos enteros, así como la primera parte del último acto, están dedicados al desarrollo de los personajes. Dado que son dos actores y un stuntman de Hollywood, esto provoca que el filme sea, naturalmente, un festín tarantiniano dedicado a su gran pasión.

Si Tarantino nunca había dirigido una película dentro de una película (recordemos que fue Eli Roth quien realizó la cinta propagandística Nation’s Pride para Bastardos sin gloria), aquí el detallado trasfondo que le creó a Rick y a Cliff –está documentado que DiCaprio y Pitt tuvieron que leer hojas enteras con todos los detalles de las carreras (ficticias) de sus personajes– se refleja en pantalla con Quentin dando rienda suelta a sus deseos, contagiándonos su disfrute al recrear un show western como si fueran los años cincuenta (Bounty Law), al mostrar un momento épico de un filme de Dalton (The 14 Fists of McCluskey, donde lo vemos despachar a varios Nazis con un poderoso lanzallamas), y al ahondar en toda una mitología sobre la eventual estancia de Rick y Cliff en Italia, que ocurre de la mano del nuevo agente/productor del actor, Marvin Schwarzs (el legendario Al Pacino, de actuación reducida pero memorable y graciosa).

De igual forma, Tarantino logra algo muy curioso al insertar a Rick Dalton en secuencias de cintas ya existentes: Moving Target (Bersaglio mobile, 1967) de Sergio Corbucci (para ejemplificar su paso por Italia) o la obra maestra El gran escape (The Great Escape, 1963) de John Sturges (para remarcar que Dalton nunca pudo llegar al nivel de estrellato fílmico de Steve McQueen). En el caso de Cliff, caben hilarantes flashbacks que nos llevan a anécdotas que involucran a Bruce Lee (Mike Moh de caracterización perfecta) en el set de El Avispón Verde; mientras que por medio de Tate y Polanski, Tarantino recuerda el rock ‘n’ roll puro de Deep Purple y luego se adentra a la Mansión Playboy para esa mirada al momento cumbre de una figura en Hollywood, pero también nos entrega una singular y cálida secuencia en la que Tate acude a un cine a ver The Wrecking Crew y sonríe constantemente al atestiguar cómo su trabajo conecta con la audiencia.

Con esto último nos podemos ligar a un aspecto esencial de Había una vez… en Hollywood: durante ¾ del metraje es una hangout movie donde, más que seguir una trama definida desde el principio, simplemente se convive con los personajes. Aún más atípico dentro del trabajo de QT y que la diferencia de otras de sus hangout movies como Tiempos violentos (Pulp Fiction, 1994), Jackie Brown: La estafa (Jackie Brown, 1997) y A prueba de muerte (Death Proof, 2007): las secuencias de convivencia con los personajes que carecen de diálogos, un recurso que sin duda ha sido sello de la casa desde la primera escena de Perros de reserva (Reservoir Dogs, 1992). El ya mencionado momento con Sharon Tate disfrutando de The Wrecking Crew (dato curioso: Tate entra al cine cuando está pasando el tráiler de C.C. & Company, mismo que fue proyectado en celuloide en el pre-show del New Beverly Cinema), o bien un magistral seguimiento a Cliff Booth mientras maneja velozmente su Karmann Ghia desde una zona exclusiva (donde está ubicada la casa de Rick), pasando por varias partes de una ciudad de Los Ángeles reconstruida minuciosamente para transportarnos a otra época (atención no sólo con la predeciblemente notoria selección musical sino también con los sonidos de la radio), hasta un freeway y luego un remoto autocinema ya evidentemente a las afueras de Hollywood, donde Cliff vive en una casa rodante con su pitbull Brandy (Sayuri, perrita que fue premiada merecidamente con el Palm Dog Award en Cannes).

Por si fuera poco, Tarantino cierra esta secuencia única con una maravillosa interacción entre Cliff y la pitbull, filmada con total precisión, con sus característicos close-ups, llena de detalles (QT ha creado ahora su propia marca de comida para perros, por ejemplo), color y esa humanidad del personaje aún cuando se trata de un stuntman bastante pirado que sabe repartir madrazos y que quizá cometió un terrible crimen en el pasado.

En ese tenor, el del aspecto humano, ni qué decir de Rick Dalton, uno de esos grandes personajes con el que es fácil conectar. Su interacción con Pacino, por ejemplo, es tanto un puñado de referencias al cine y al amor que el propio Tarantino tiene por ver copias en celuloide en su sala privada, como la confirmación de que (triste e inevitablemente) su tiempo de gloria se está quedando poco a poco en el pasado. Como buddy movie, porque ciertamente hay mucho de esto, Rick (el otrora estrella de la TV que tartamudea constantemente cuando no actúa) y Cliff (rudo, problemático pero también despreocupado) son un dúo memorable, divertidísimo y en cuya amistad recae buena parte del núcleo emocional del filme.

Pero, a todo esto, ¿qué tienen que ver con Tate, Charles Manson (Damon Herriman, quien aparece en sólo una escena) y los numerosos súbditos de este último (interpretados por actores como Austin Butler, Lena Dunham y Harley Quinn Smith)? El encuentro circunstancial entre Cliff y una chica hippie de la familia Manson (Margaret Qualley como la precoz Pussycat) da paso a una interacción que incluso nos lleva hasta el Spahn Movie Ranch (Bruce Dern, delirante como el anciano George Spahn), donde el personaje de Pitt se da cuenta que poco queda de cuando filmaba ahí Bounty Law porque el tiempo pasa rápido y las nuevas generaciones se han adueñado del lugar. Pero más que otra cosa, este y otros detalles que en su momento parecen que sólo dan color a un personaje o a una escena, están perfectamente pensados para que tengan efecto en el clímax.

Aquí vale la pena detenerse un poco para tener en cuenta el momento de la carrera de Tarantino en el que ha llegado su noveno largometraje. Había una vez… en Hollywood, efectivamente, aborda “el fin de una era” en varios sentidos dentro de su metraje, pero también significó la primera película de QT desde que los escándalos del depredador sexual Harvey Weinstein provocaron el fin de otra era. Señalado por no haber hecho algo más al respecto, por el accidente que Uma Thurman tuvo durante la filmación de Kill Bill (2003-2004), aunado a que anteriormente Los 8 más odiados (su gran apuesta en 70mm en plena era del cine que tanto desprecia: el digital) tuvo una fría recepción en taquilla y con los votantes de la Academia, no es nada descabellado pensar que este fue uno de los periodos más complicados en la carrera de Tarantino.

Entonces, ¿será que la voz de Rick Dalton –casi llorando en presencia de una precoz actriz de método (la genial Julia Butters de sólo 10 años de edad) que también es parte de la serie western Lancer– expresando lo difícil que es sentirse día tras día menos relevante provenga directamente del sentir de QT? No lo sabemos con exactitud, lo que sí es un hecho es que Rick da eventualmente una intensa actuación que deja satisfecho al director de Lancer (Nicholas Hammond como Sam Wanamaker) y que es catalogada como “la mejor actuación que he visto en mi vida” por la niña actriz, no sin antes desplomarse, batallar por recordar sus diálogos, hacerle frente a su alcoholismo y amenazarse a sí mismo (todas estas secuencias aunque no lo parezcan, son un deleite total y divertido en las manos de Tarantino y  DiCaprio). “You’re Rick fucking Dalton, don’t you forget it” le había dicho Cliff a su mejor amigo Rick para animarlo en un momento complicado; por su parte, Tarantino parece recordarse a sí mismo “you’re Quentin fucking Tarantino” antes de deleitarnos con un clímax tan brutal como sorpresivo e hilarante que de igual forma funciona como una suerte de declaración de principios.

Sin llegar a los spoilers masivos de este desenlace, QT evoca el revisionismo histórico de Bastardos sin gloria (Inglourious Basterds, 2009) y, al mismo tiempo, hace alusión a la controversia que lo ha perseguido desde 1992, particularmente desde que en Perros de reserva el psicópata Mr. Blonde bailaba al ritmo de Stealers Wheel antes de torturar, cortarle la oreja e intentar quemar vivo a un policía. Como mencioné, detalles de los actos previos, de las escenas de convivencia con los personajes, de una de las películas dentro de la película, se conjugan de manera perfecta para un despliegue de la esencia más escandalosa del cine de Tarantino: violencia explícita que no provoca otra cosa más que goce y satisfacción absoluta (ver Había una vez… en Hollywood con el público correcto, en una sala abarrotada, es una experiencia que revive la “magia” de la pantalla grande).

En la época de los cuestionamientos de los supuestos progresistas, me parece que no es coincidencia que en un par de ocasiones ciertos personajes hippies denigran el trabajo de los actores, porque –parafraseándolos– mientras ellos pretenden matar para entretener, gente real está muriendo en Vietnam, o porque mientras ellos disfrutan de su dinero y viven en casas de lujo en Hollywood, su influencia violenta y negativa ha quedado impregnada en la sociedad. Pero en Había una vez… en Hollywood, a pesar de cualquier tipo de controversia o acusación, QT se es fiel a sí mismo, a la esencia de su cine; para él los actores no son sino héroes que pueden cambiarlo todo, incluso una historia fatídica, al menos mientras la sala se mantiene oscura y los cuentos de hadas son proyectados.  Había una vez… en Hollywood es fácilmente el mejor filme de Tarantino en una década, para disfrutarse una y otra vez como otras de sus obras mayores.

Los Cabos 2018: AMERICAN ANIMALS y VIUDAS, programa doble de heist movies

Por Eric Ortiz García (@EricOrtizG)

Reminiscente de lo visto recientemente en la cinta mexicana Museo (2018), de Alonso Ruizpalacios, American Animals (2018) es una heist movie protagonizada por jóvenes que, en el papel, no tendrían ninguna razón obvia para llevar a cabo un atraco. Con el soporte de sus familias, sin problemas económicos, inscritos en la universidad y teóricamente con un futuro prometedor, Spencer (Barry Keoghan, quien anteriormente se destacó en El sacrificio del ciervo sagrado) y Warren (Evan Peters) desean en el fondo que sus vidas den un giro rumbo a lo extraordinario y significativo. Repentinamente, robar algunos de los valiosos libros de una colección en la universidad de Transilvania, entre ellos la recopilación de pinturas de aves de John James Audubon, The Birds of America, se convertirá en la obsesión de los amigos para así llenar ese vacío existencial que es invisible para cualquiera de sus seres queridos o profesores.

Cuando al inicio de American Animals el director Bart Layton nos avisa que su película no está basada en una historia real, sino que es una historia real, se hace evidente que estamos ante una propuesta que busca jugar con las convenciones de este tipo de cine “inspirado en hechos reales”, algo que también se podría decir de Museo. Lo particular de American Animals es que por momentos actúa como un documental, llenando la pantalla con las distintivas caras parlantes de los protagonistas reales (ciertamente Spencer y Warren entre ellos) de los hechos ocurridos en 2003 y 2004 en Kentucky, Estados Unidos. De igual forma, Layton se divierte al recrear cinematográficamente los testimonios, dado que, por ejemplo, Spencer recuerda los eventos de una forma diferente a como lo hace Warren.

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En ese tono juguetón, American Animals se revela como una heist movie sumamente estilizada y disfrutable, la cual al seguir la estructura clásica del subgénero (la preparación, la ejecución y la repercusión del robo) siempre pone en evidencia la total inexperiencia en torno a lo criminal de los jóvenes universitarios –a Spencer y Warren eventualmente se unieron Eric (Jared Abrahamson) y Chas (Blake Jenner)–, quienes al ritmo de Elvis Presley se imaginan como George Clooney, Brad Pitt y compañía en La gran estafa (Ocean’s Eleven, 2001), o pretenden ser los coloridos Perros de reserva (Reservoir Dogs, 1992) de Quentin Tarantino (en una hilarante referencia conocemos al nuevo Mr. Pink); pero que vivirán en carne propia la heist movie donde nada sale acorde al plan y no hay vuelta atrás, porque la realidad, naturalmente, está más ligada al caos, al estrés, al miedo y al arrepentimiento que al atraco perfecto comandado por Danny Ocean.

Viudas (Widows, 2018), por su parte, es otra heist movie y el primer filme del cineasta británico Steve McQueen desde haber ganado el Oscar a Mejor Película por 12 años esclavo (12 Years a Slave, 2013). Ahora, McQueen nos lleva a Chicago, durante el año en el que Barack Obama se convirtió en el primer presidente afroamericano de Estados Unidos. Es en ese contexto, en los temas pertinentes que aborda McQueen (i.e. la brutalidad policial), donde radica lo más interesante de Viudas, al tiempo que gradualmente se va desarrollando una típica cinta del subgénero también esteralizada por un grupo de personajes inexpertos que se preparan para cometer un gran robo; en este caso, las viudas (Viola Davis, Elizabeth Debicki y Michelle Rodriguez) de tres de los criminales (Liam Neeson, Jon Bernthal y Manuel Garcia-Rulfo) que perecieron en otro atraco.

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La cinta de McQueen tiene diversas vertientes, por un lado funcionando como un drama sobre el detrás de cámaras de una elección marcada por el conflicto racial y la suciedad inherente a la política: Jack Mulligan (Colin Farrell), un candidato que es hijo de un racista (interpretado por Robert Duvall), se enfrenta a Jamal Manning (Brian Tyree Henry), un afroamericano que, cansado de la vida criminal, se convirtió en político y busca convertirse en el primer representante público de color de un distrito de Chicago. Esta trama, donde brilla el joven Daniel Kaluuya como el hermano y también matón de Jamal, va ligada al desarrollo de las tres mujeres protagonistas, cuyos procesos de duelo se ven interrumpidos cuando tienen que responder por los negocios sucios y los cabos sueltos que dejaron sus difuntos maridos. Que en medio de todo esto emerja la mencionada heist movie, con momentos genuinamente divertidos pero giros en la trama y un tono más apegados a los estándares de Hollywood que lo visto en American Animals, hace de Viudas un esfuerzo menor en la filmografía de McQueen, mostrando su faceta más genérica y hasta complaciente.