Los Cabos 2019: EL IRLANDÉS, el adiós de Martin Scorsese al cine gansteril

Por Eric Ortiz García (@EricOrtizG)

En un asilo de ancianos, Frank “The Irishman” Sheeran (Robert De Niro en plan grande) se convierte en el clásico narrador scorsesiano, protagonista de un filme épico de rememoración, con el que el propio Martin Scorsese regresa al cine de gánsteres y a varios de sus actores predilectos. Además de De Niro, están Joe Pesci y Harvey Keitel, aunado a que otro icono de este tipo de cine, Al Pacino (el mismísimo Michael Corleone y Tony Montana), debuta en la filmografía del director italoamericano. El Irlandés (The Irishman, 2019), fiel adaptación cinematográfica del libro I Heard You Paint Houses de Charles Brandt, sigue una tradición y tiene todo el sello de Scorsese, aunque de igual forma explora otros territorios, contextos y una muy particular historia de vida. 

Frank Sheeran no fue un Henry Hill (el personaje de Ray Liotta en Buenos muchachos) que siempre quiso ser un gánster. De hecho, uno de sus primeros comentarios como parte de la narración en El Irlandés se refiere a su inicial ignorancia respecto al mundo gansteril, en el que la frase “pintar una casa” no significa otra cosa más que derramar sangre sin piedad y estrictamente por negocios. Si bien Sheeran sabía de violencia y brutalidad (había combatido arduamente en la Segunda Guerra Mundial), su ascenso en el crimen organizado se dio de manera gradual, a partir de su involucramiento con el sindicato de camioneros Teamsters en Filadelfia y de su eventual relación con personajes como “Skinny Razor” (interpretado por uno de los histriones contemporáneos ya regulares de Scorsese: Bobby Cannavale) –a quien le vende la carne que se robaba en su trabajo sindical–, Bill Bufalino (Ray Romano como el abogado de los Teamsters, hábil para que los ladrones se salieran con la suya), Angelo Bruno (Keitel, de breve pero notable participación como el mobster líder en dicha ciudad) y Russell Bufalino (Pesci, en su soberbio retorno, le da vida a este eminente jefe criminal). Sheeran, un hombre de la clase trabajadora y padre de familia, se adentrará a ese mundo donde lo ilegal es lo cotidiano, pronto encontrándose en un punto sin retorno.

Respetando la esencia de I Heard You Paint Houses (curiosamente, el título del libro es el que aparece en pantalla al inicio), El Irlandés está contada desde la perspectiva de un Sheeran viejo que recuerda su vida para la audiencia. Mientras vemos su desarrollo en el ámbito de los criminales de origen italiano, constantemente regresamos a un pasaje cumbre, cronológicamente posterior, el cual sirve principalmente para ahondar en el lazo entre Frank y Russell. Parte de la peculiaridad de un protagonista como “The Irishman” es, precisamente, que nunca dejó de ser un forastero, “adoptado” por el poderoso pero sutil Russell, su primera figura paterna con la que no tenía un parentesco sanguíneo. El reencuentro entre De Niro y Pesci en un filme de Scorsese (algo que no ocurría desde Casino de 1995) se da mientras unos maduros Sheeran y Bufalino, a lado de sus respectivas esposas, comparten un viaje de carretera en los años setenta, rumbo a una boda en Detroit. Asimismo este viaje funge como remembranza para los personajes, quienes de pronto pasan por el lugar donde se conocieron y así la historia de vida de Sheeran realmente comienza, muchos años antes del viaje a Detroit, de la mano de la tan publicitada tecnología de-aging

En cuestión de estos efectos especiales, que tomaron bastante tiempo para rejuvenecer a los actores y que sin duda significan una decisión arriesgada, se tiene que decir que a primera instancia son levemente desconcertantes. La digitalización se nota, pero sólo es cuestión de tiempo para que, como espectadores, nos “acostumbremos”, los apreciemos porque realmente no nos distraen del storytelling y, al contrario, lo enriquecen. Así, Scorsese logra adentrarnos a la vida de Sheeran desde que era un hombre joven durante la Segunda Guerra Mundial hasta su ocaso en el ya mencionado asilo de ancianos. 

Scorsese es un maestro que hace de cada secuencia, cada montaje, en su épica de tres horas y media, sea memorable. Existe una riqueza cinematográfica monumental, cambios de ritmo (de ágiles montajes a secuencias largas casi estáticas donde todo recae en las actuaciones y los diálogos), detalles estilísticos (por ejemplo, esas letras en pantalla para hacernos saber del destino fatal de prácticamente todos los criminales en cuestión, y ciertamente una gran selección musical), material de archivo para contextualizar las acciones y hacer referencias a momentos históricos como la invasión a Cuba, la Guerra Fría, el asesinato de John F. Kennedy (su hermano Robert, por cierto, fue uno de los grandes adversarios de la mafia, sobre todo durante su mandato) y el escándalo del Watergate, y hasta algunos guiños a los clásicos del género de gánsteres (cierta planeación de un asesinato en un restaurante remite a El Padrino de Francis Ford Coppola) y a la propia obra de Scorsese (es inevitable no pensar en Travis Bickle y Taxi Driver al ver a Sheeran escogiendo pistolas para dicho asesinato). 

Pero más allá de todo, en el núcleo de El Irlandés está una clase magistral de actuación, principalmente gracias a De Niro, Pesci y Pacino, este último como el explosivo, egocéntrico y carismático Jimmy Hoffa, presidente del sindicato de los Teamsters, aliado (aunque eventual amenaza) de los interés mafiosos, y segunda figura paterna de Sheeran. Tampoco se quedan atrás algunos histriones secundarios, en particular Stephen Graham (Snatch, This Is England) con la que probablemente sea su mejor actuación hasta ahora, como “Tony Pro”, otro gánster y sindicalista importante pero al mismo tiempo irrespetuoso (¡se pone unos shorts para una reunión con Hoffa!), soberbio e incontrolable. El tipo de personaje que en otra época hubiese sido perfecto para Pesci, quien por su parte nos regala ahora su interpretación más mesurada y –aún siendo un jefe mafioso– humana.

Son cada una de las interacciones entre estos brillantes actores lo que convierte a El Irlandés en una de las grandes obras de Scorsese, con todo ese color característico (un deleite esos detalles culinarios, por ejemplo cuando los mobsters remojan su pan en vino, esconden su alcohol en sandias, o el énfasis en el gusto de Hoffa por el helado), humor y una aparente sencillez (como ya mencioné, diversas secuencias recaen por completo en los actores) pero que confirma lo dicho por un discípulo de Scorsese, Paul Thomas Anderson: “El mejor efecto especial que puedes tener es un gran actor. Un gran actor le gana a cualquier puta nave espacial, cualquier día” (Anderson dijo esto en una charla con Quentin Tarantino sobre Los 8 más odiados). Aunque la generación Marvel quizá piensa lo contrario, sin duda Sheeran (De Niro) y Bufalino (Pesci) comiendo pan remojado en vino, Sheeran y Hoffa (Pacino) discutiendo negocios en pijama antes de dormir o el par de acaloradas peleas entre Hoffa y “Tony Pro” (Graham) superan cualquier espectáculo pirotécnico de efectos especiales. 

Naturalmente, la mayoría de estas interacciones no hacen más que ahondar en la conexión especial que a lo largo de los años Sheeran construyó con sus dos figuras paternas. Asimismo, un personaje clave en El Irlandés es Peggy, una de las cuatro hijas de Sheeran, quien es interpretada por Anna Paquin y, cuando es todavía niña, por Lucy Gallina. Comparada la película con el libro, esta es quizá la mayor aportación de Scorsese y del guionista Steven Zaillian: por momentos El Irlandés se ve desde la perspectiva de Peggy, cómo atestigua desde pequeña la rudeza de su padre y fue, poco a poco, dándose cuenta de quién era realmente. De hecho, el diferente tipo de relación que Peggy siempre tuvo con los mentores de su padre, Bufalino y Hoffa, también representa la parte dramática crucial de El Irlandés. Peggy le temía a su papá y también a Bufalino, pero veía con otros ojos y admiraba a Hoffa – una representación de cómo todos llegamos a pensar que los criminales actúan de cierta manera, pero a veces no nos damos cuenta que los mayores criminales, los que verdaderamente mueven los hilos, son esos que dicen abogar por los derechos de los trabajadores, esos políticos carismáticos como el líder sindical Jimmy Hoffa, cuyos préstamos monetarios abastecieron a los grandes capos de la época y quien no evitó pasar tiempo en “el colegio” (la prisión). En El Irlandés, las guerras entre mafiosos y los conflictos entre sindicalistas van de la mano, provocando que ese pasaje del viaje a la boda sea en realidad parte del clímax que verá a los dos “padres” de Sheeran en conflicto y, consecuentemente, al protagonista enfrentando otro momento crucial en su vida. Drama fílmico en estado puro.

La familia y la amistad siempre han sido temas relevantes en el cine gangsteril. En ese tenor, El Irlandés es un filme que llega hasta las últimas consecuencias de una vida plagada de crimen. Peggy es esencial para el aspecto humano de esta épica reflexión. Ella guardaba silencio, quizá hacía algunas preguntas pero no obtenía, obviamente, respuestas honestas. Sin embargo, su silencio, eventualmente definitivo (de adulta nunca le volvió a dirigir la palabra a su padre tras la desaparición de Hoffa), simboliza ese destino negativo al que un hombre de familia inevitablemente se dirige una vez que decide desviarse y comenzar a hacer el “trabajo sucio” y “pintar casas” (estas escenas de asesinatos, por cierto, no son para nada escandalosas, sino brutalmente frías). Te llames Jimmy Hoffa, Russell Bufalino o Frank Sheeran, todos los wise guys terminan muertos o si logran envejecer, el brutal paso del tiempo quizá los dirija a un destino aún más doloroso (ya sea dentro de la cárcel o estando nuevamente “libres”): el arrepentimiento, el intento de redención, el deterioro natural, la soledad y el total olvido.

Ojalá que el gran Martin Scorsese continúe haciendo cine, por el momento El Irlandés se siente como su poderosa y brillante despedida, definitiva al menos del cine de gánsteres y de los maravillosos actores que lo acompañaron en este género por varias décadas.

Cannes 2019: DOGS DON’T WEAR PANTS, RAVENING y PORT AUTHORITY, tres insólitas historias de amor

Por Eric Ortiz García (@EricOrtizG)

Las historias de amor, uno de los temas más socorridos en el cine, sin embargo pocas veces se abordan de manera tan original como en tres propuestas que se presentaron en el Festival Internacional de Cine de Cannes:  una producción de Finlandia (parte de la Quincena de los Realizadores), otra de la India (sólo se pudo ver en las casi privadas funciones del Mercado) y, finalmente, una cinta americana de la sección Una Cierta Mirada.

La película finlandesa, Dogs Don’t Wear Pants (Koirat eivät käytä housuja, 2019), aborda el luto de un cirujano, Juha (Pekka Strang), por su esposa. Muchos años después de la tragedia que lo convirtió en padre soltero –y que su pequeña hija se ha convertido en toda una adolescente (interpretada por Ilona Huhta)–, el protagonista sigue sin poder continuar con su vida. No por nada en una de las escenas iniciales, la jovencita intenta conectar a su papá con una de sus maestras, sin mucho éxito. Posteriormente, y cuando acompaña a su hija a que se haga una perforación en la lengua, Juha terminará conociendo por casualidad a Mona (Krista Kosonen), la dominatriz en un establecimiento sadomasoquista.

El peculiar título de la propuesta del director J.-P. Valkeapää tiene que ver con la eventual relación secreta entre Juha y la dominatriz, quien lo tratará literalmente como un perro antes de someterlo a sesiones sadomasoquistas que suelen concluir con una estrangulación. Sin embargo, entendemos que Juha no está ahí para obtener placer sexual: en sus viajes mentales cuando es asfixiado por Mona, lo que se revela tiene que ver con su duelo, incluso podríamos decir que estas experiencias significan un intento por acercarse a la muerte, como si ya se hubiese rendido por completo. En otras palabras, el protagonista está tratando que alguien más lo ayude a quitarse la vida, aunado a que las sesiones dan paso a otro momento muy bajo para él, descuidando su trabajo y a su hija.

Si bien todo esto hace que Dogs Don’t Wear Pants parezca un deprimente drama europeo, lo que sigue remite más al cine asiático. Esto no sólo porque algunas imágenes, que involucran el rompimiento de una uña o de un diente, son tan explícitas que algunos miembros de la audiencia en Cannes tuvieron que mirar hacia otro lado al imaginar el dolor del protagonista, sino también porque Valkeapää apuesta por un humor negrísimo y una genuina historia de amor basada en un par de almas retorcidas y sus intereses sadomasoquistas.  “No me gustan las cosas normales” dice en punto Mona y vaya que ese diálogo resume la esencia de Dogs Don’t Wear Pants: la relación entre Juha y Mona podrá ser totalmente enfermiza para una persona promedio, pero entre fetiches sexuales y cuestiones fuera de lo que se considera normal, Valkeapää nos dice que también puede surgir una conexión real e incluso esperanzadora, que trace el camino rumbo a la sanación.

Otra peculiar cinta romántica a destacar es Ravening (Aamis, 2019), largometraje de la India que luego de su estreno mundial en Tribeca llegó al mercado del Festival de Cannes. Si bien no se trata de una épica de más de dos horas de duración (sólo dura 108 minutos y no tiene intermedio), sí cumple con lo que anteriormente mencioné en mi texto sobre Bandishala (2019): el cine de ese país asiático no tiene ningún miedo por cambiar de género y no satisfacer en lo absoluto cualquier tipo de expectativa generada tras ver su primera parte.

En ese sentido, Ravening se presenta como una comedia romántica, sobre un joven (Arghadeep Baruah) que se enamora de una enfermera mayor y ya casada (Lima Das), aunque con un hombre que casi siempre está ausente por trabajo. Suena convencional, sin embargo el hecho de que esta historia de amor imposible se desarrolle en el particular mundo de la carne –en plena época del veganismo– la hace totalmente inusual. Y sí, leyeron bien, la carne, los diferentes tipos que existen, cómo varía su consumo dependiendo de la región, es lo que alimenta y le da mucho color al filme del director Bhaskar Kazarika. El personaje de Baruah es un carismático estudiante y experto en todo lo relacionado a la carne, que está realizando un posgrado enfocado precisamente en estos temas. De ahí que una manera para acercarse a su amor platónico sea invitarla a probar platillos para carnívoros, incluso algunos bastante exóticos (¡que ella acepte salir a probar carne de murciélago es todo un logro para el protagonista!).

Pero la segunda mitad de Ravening toma otra dirección, una vez que está claro que la atracción que mutuamente sienten estos personajes no está destinada a consumarse. Como una metáfora del amor prohibido, de encontrar alternativas ante la negación del acto carnal (es notorio que los protagonistas ni siquiera se tocan, más allá de que nunca vemos un beso entre ambos), Ravening se convierte en una pirada cinta de horror total con paralelismos a esa adicción que los vampiros tienen por la sangre, pero ciertamente todo continúa girando en torno al consumo de carne. Y ahí surgirá el primer contacto físico entre ambos, mínimo pero significativo (se agarran de las manos), reafirmando su (trágico) amor pero también su locura y brutalidad. Ravening es, en serio, una historia de amor como ninguna otra, ojalá encuentre salida más allá de los festivales de cine.

Finalmente, tenemos Port Authority (2019), ópera prima de la joven Danielle Lessovitz y una producción del mismísimo Martin Scorsese. No es nada descabellado pensar que el proyecto llamó la atención del maestro detrás de clásicos como Taxi Driver (1976) y Calles peligrosas (Mean Streets, 1973) porque, en parte, Port Authority nos transporta al Nueva York áspero, como de otra época, con unas calles peligrosas donde las subculturas siguen su curso casi en secreto.

Proveniente de otra ciudad, buscando asilo con su media hermana (Louisa Krause), Paul (Fionn Whitehead) es un joven que pronto se encuentra con la dureza neoyorquina, que quizá en el pensamiento colectivo esté más relacionada a una época pasada que al presente. Tras un desafortunado y violento suceso en un vagón del metro de la ciudad, Paul conoce a Lee (McCaul Lombardi), otro chico que, a diferencia de su propia media hermana, lo ayudará a encontrar un sostén tras su llegada a la Gran Manzana (un trabajo y un techo).

Como sucede en las otras dos cintas en cuestión, en Port Authority es la casualidad lo que llevará a Paul a introducirse al submundo del voguing. Son en estas exhibiciones, prácticamente exclusivas de la comunidad LGBT de origen afroamericano, donde este joven blanco y heterosexual desarrollará una relación con Wye (Leyna Bloom), quién a su vez vive con sus “hermanos” del voguing de manera ilegal en un departamento. Desde su primer acercamiento a esta cultura, Paul es rechazado completamente: él no pertenece ahí ni por su color ni por su orientación sexual. A su vez, y cuando descubre que Wye es una chica transexual, será tiempo de vencer a sus propios prejuicios; muy pronto luego de su llegada a Nueva York, Paul se construye un par de personajes, un par de mentiras: en el ámbito con sus amigos y colegas, ni de loco va a revelar que está saliendo con una chica trans que conoció en un evento de voguing, mientras que cuando está con ella, decir la verdad sobre su situación económica y familiar no es una opción.  

Más allá de momentos incómodos y cargados de tensión dramática que unen a los dos mundos de Paul –a sus amigos homofóbicos (con quienes labora desalojando personas de sus hogares) con la comunidad del voguing–, la intención central de Port Authority recuerda lo visto en la ganadora del premio Oscar, Luz de luna (Moonlight, 2016): el amor puede derribar cualquier prejuicio o problema de identidad, de hecho –y más si tomamos en cuenta estas tres películas presentadas en Cannes–, el amor lo puede, para bien (Dogs Don’t Wear Pants, Port Authority) o para mal (Ravening), absolutamente todo.